Memorias de un sillón
Caía
la lluvia y aún se escuchaban pasos en el piso de arriba. Las gotas acariciaban
lentamente el cristal de la ventana, y el viento sollozaba en las hojas de
los árboles. Pude lograr sentarme en su sillón favorito… Rojo por supuesto con pequeños encajes. Cómodo. Me
instalé en él, como se instaló él alguna vez... como si nunca podría volver a levantarme, sentí por un momento que podía quedarme a vivir allí por siempre. La copa de vino en
mi mano me recordaba lo perfecto de sus ojos negros viéndome fijamente cuando me contaba de su verano en la playa, y de su delineada y perfecta boca moviéndose
oblicuamente produciendo música para mis oídos. Recordé también cómo en las
noches de invierno, sus manos seductoras y escurridizas intentaban calmar mi cuerpo
malcriado en el sillón, y cómo yo, intentaba escabullirme.
La
copa ya estaba medio vacía. La luz de la habitación estaba apagada cuando
entré, yo permanecía allí, y era sólo la luz de la luna la que
podía alumbrar mi cuerpo inmovilizado por el recuerdo. No podía dejar de pensar en sus rulos negros y su
espalda ancha yaciendo frente a la ventana. Sus manos llevaban consigo un lindo
reloj color negro con detalles delicados en plateado y a su vez un vaso de
agua... No había
ningún elemento decorativo a su alrededor. Sólo él. Sus
ojos no dejaban de ver hacia la nada, como si estuviera esperando a alguien o
algo. Mi mente jugaba a ser hipermnésica. Cada gesto, cada movimiento podía
revivirlo en mis pensamientos, como si realmente estuviera allí, presenciándome
y yo presenciándole.
Fumaba
sin parar. El humo escondía su mirada, haciendo aparecer su dos grandes perlas
deleitándose de mí, mientras sonreía y decía: “Eres como la nicotina...”. Yo
sólo me acercaba y respondía: “Siempre con eso… Algún día cambiarás la frase”.
Y le besaba. Su cuerpo siempre reposaba en el sillón, allí solía leer el periódico
de vez en cuando, mientras tomaba una taza de café. El resplandor de sus
mejillas cuando me probaba mis vestidos para ir de paseo y el arqueo de sus
cejas al sorprenderse de que al menos tres se ajustaban a mi cintura… Era
inevitable no embelesarse.
La
copa se acababa. Mis recuerdos de él aún no. Acariciaba mi cabello en la espera
de que el reloj marcara por fin la medianoche, la hora en la que adoraba tomar
un baño para luego descansar de su día, junto a mí. Luego en las mañanas, frecuentaba
levantarme susurrándome al oído que había soñado haber despertado a mi lado. Mi
limerencia por él era inmarcesible. Eran lunes seguidos de olvido y
reconciliación, jueves de amor y odio, domingos de ternura y silencios. Todo se
había ido.
Los
pasos se habían esparcido, y sólo me acompañaba el dulce sonido de las gotas aun
cayendo en la ventana. Mi copa se había acabado. Mis recuerdos de él aún no. El
reloj sonaba marcando las 12 de la medianoche, y a su vez el timbre.
Abrí la
puerta.
Tomó la primera decisión realmente importante, una de esas
que definen lo que eres: dejó de tener dudas y logró entrar. Miró a su
alrededor y decidió que no había mucho que ver. Un pasillo de suelo liso y
negro. Un par de paredes blancas salpicadas por dos de puertas, separadas entre
sí con una perfección milimétrica. . . Y al final, el sillón. Sin emitir siquiera un respiro, echó un vistazo por la ventana,
encendió un cigarrillo mientras peinaba ligeramente su cabello con una sola mano. Yo sólo
permanecí detrás, esperando, analizando su curiosa postura anatómica.
Esa
noche recostó su cabeza en el sillón. Mientras el humo escondía su mirada haciendo aparecer
sus dos grandes perlas, me miró, sonrió y dijo: “¿Recuerdas cuando dije que eras como la
nicotina?”. Y respondí: “Siempre con eso… Algún día cambiarás la frase”. En cuestión
de segundos respondió: “Es difícil liberarse de ti”.
Decidí
acercarme, sólo quería tomarlo en mis brazos y jamás soltarlo, pero de pronto
dejó de emitir su brillo y la habitación se sumió en una oscuridad casi
absoluta, una oscuridad tan sólo rota por ese lejano fulgor intermitente.
El silencio rodeó la habitación, y mis ojos empezaban a
humedecerse, el nudo en mi garganta empezaba a anudarse… Se había ido para no
volver.
Se había ido a un lugar al que mis manos jamás podrían volver a palpar
las de él… Desde entonces, cada vez que voy a dormir, deseo siempre soñar.
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